Algo que nos enseñan a olvidar desde pequeñes es que la vida, después de todo, puede ser juego, exploración, disfrute… En definitiva, la vida puede ser placer. Y cuando se juega, en un sentido amplio del término, parece que disfrutamos mucho más esto de vivir. Para muchas personas cansadas de la aburrida monotonía del despertador a las siete de la mañana, la capucha es una forma de jugar, de explorar, y de disfrutar la libertad de vivir. Pero no nos vamos a engañar; la capucha no goza de un buen estatus hoy en día. No solamente nuestres enemigues de clase se empeñan en retransmitir a través de sus medios de comunicación imágenes tergiversadoras, sino que también algunes de les que podríamos esperar comprensión y apoyo demonizan la figura de la capucha.
Sin duda es una cuestión de cultura política. La capucha tiene un estatus más saludable en estados europeos como el de Grecia o Alemania, que en estados como los de España o el Reino Unido. En los Estados Unidos de Norteamérica encontramos regiones en las que la capucha está bastante aceptada—entiéndase el norte de California, Washington, y Oregón—, y otras regiones en las que no lo está tanto. En la región de Chile encontramos una fuerte presencia de capuchas, pero la aceptación social fluctúa—pareciera—según lo que diga le tertuliane de turno. Así que son muchas las formas de entender a la capucha, pero capucha solamente hay una. Decía antes que la capucha es una forma de disfrutar, de gozar, de explorar… en definitiva, la capucha es una forma de jugar. La capucha tiene el mágico poder de hacernos invisibles a los ojos del Estado y, a la vez, hacernos más visibles a los ojos de la historia—aquella que nosotres mismes trazamos. La capucha nos ayuda a confraternizar con aquelles que están dispuestes a romper con la monotonía del capitalismo; nos ayuda a identificarnos en el juego que es la creación de una sociedad nueva; nos ayuda a gozar de la vida porque nos permite hacer ciertas cosas que el Estado, y el capital, nos prohíben. Es más, la capucha nos ayuda a impedir que tanto Estado como capital sigan prohibiéndonos cosas.
De estas palabras sabrán les que alguna vez se hayan puesto una capucha en el hermoso goce de crear una sociedad nueva. La capucha es amigable pero también es engañosa, precisamente, por todo lo que la escuela, la televisión, y les adultes nos enseñan cuando somos pequeñes. Nos enseñan a ser mujeres y hombres que “dan la cara”, que “toman responsabilidad de sus actos.” Con todo el aparato estatal impartiendo hegemonía a diestro y siniestro no es de extrañar que estas ideas también florezcan entre aquelles que, honestamente, intentan crear otra sociedad más justa y libre. “Dad la cara, cobardes” sea, tal vez, la frase más escuchada en cualquier manifestación donde las capuchas hacen su juego. Como dos amantes del mismo sexo besándose en la vía pública, las capuchas pueden producir rechazo a la gente que las rodea. Pero ambas, les amantes y las capuchas, no entienden de rechazo, pues saben que el goce y disfrute del juego que ofrece la vida valen la pena arriesgarse a unos cuantos comentarios—incluso a unas cuantas agresiones.
“Cobardes” son aquelles que tras máscaras políticas y supuestos intereses comunes se esconden tras escaños parlamentarios. “Cobardes” son aquelles que tras palabras de revolución se esconden en la conformidad de lo que dicen estar en contra. “Cobarde” no puede ser la capucha por esconder un rostro humano que, de otra forma, no podría ejercer su libertad. Demasiadas son las cámaras que nos vigilan. Demasiades son les traidores que esperan a delatar. La capucha permite gozar y esto parece molestar a aquelles que no se atreven a dejar de lado la moral hegemónica. Y en todo esto, como en casi todo, encontramos dos varas de medir: la persona blanca europea que goza de la capucha es violenta y contra-productiva para “el movimiento.” Les indígenas zapatistas, sin embargo, son de admiración y mayúscula exclamación. No entendieron les que reaccionan contra las capuchas en esto que llamamos malamente “primer mundo” que, la capucha, crea una identidad colectiva, solidaria, libertaria, y gozosa. ¿Y qué hay de malo en gozar de la vida, más aun cuando se busca la libertad?
La capucha, actualmente, es como el sexo en la moral victoriana. ¿Cuestión de tiempo para que esto cambie? No, sin duda, si las capuchas sucumben ante la apatía que las rodea. Hemos de estar tranquiles, no obstante: una vez puesta la capucha es difícil dejarla. Los seres humanos disfrutamos gozando de la libertad. Sí, la capucha nos proporciona una libertad que nos puede llevar de cabeza a cárceles, centros de internamiento, comisarias, y salas de tortura. Pero también nos hace entender que es una libertad más digna, y merecedora, que la libertad de los despertadores a las siete de la mañana, las cientos de marcas distintas de cereales en los supermercados, o las comedias de risas enlatadas en la televisión. La capucha permite, momentáneamente, escapar de todas esas prisiones que imponen a nuestro día a día.