La irrupción de Podemos, en enero de 2014 y tras el manifiesto Mover ficha, y la de Apoyo Mutuo, el pasado febrero y tras Procés Embat y el manifiesto Construyendo pueblo fuerte para posibilitar otro mundo, tienen más en común de lo que parece. Lo que parece, y cómo no estar de acuerdo, es que hay en la región española un malestar social con el actual estado de las cosas que no es una colección de malestares personales e intransferibles y que va más allá de las diferencias que separan a unos partidos institucionales de otros. Un malestar muy visible desde el 15 de mayo de 2011 y que, en lugar de desaparecer, ha tomado formas diferentes según las decisiones colectivas y personales tomadas desde entonces: se han creado asambleas barriales y locales, se han creado asambleas de vivienda y nuevas PAHs, fundado nuevos ateneos, creado nuevas radios, recibido nuev@s activistas en proyectos que ya existían, etc. Y se ha visto cómo esos proyectos perdían rapidamente una parte de esas personas y cómo conservaban otras, que consolidaban una parte de lo construido.
Pero todo eso, decíamos, es lo que parece que tienen en común, no lo único. La irrupción de Podemos, considerada en muchos sentidos un éxito, tiene que ver con su contexto, pero también, claro, con la iniciativa de un grupo de personas muy vinculadas a la universidad (a la universidad en general, y a la Universidad Complutense de Madrid en particular) y a la fundación CEPS y, sobre todo, con la de los tres politólogos más famosos de Somosaguas, hoy día: Pablo Iglesias Turrión, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón. Estos tres profesores tenían algunas hipótesis sobre lo que se podía hacer en su panorama político y nos parece muy interesante comparar lo que ellos mismos han dicho a este respecto en las entrevistas que se les han hecho en los grandes medios de comunicación –y, sobre todo, en las cadenas de televisión en las que participan más habitualmente, HispanTV y la desaparecida Tele K– con el recorrido que ha tenido su partido en este tiempo y las hipótesis que parecen guiar al proceso de convergencia popular del Procés Embat y Apoyo Mutuo. Contrastar las preguntas planteadas y las respuestas dadas será el objetivo de los dos textos que seguirán al presente, ya que este pretende poner las bases del tema y desarrollar uno de sus conceptos principales.
Hay dos conceptos que se pueden oír regularmente en boca de algún ideólogo de Podemos y rara vez en boca de nadie más, hablamos de hegemonía y, sobre todo, de significantes flotantes. Hay otro concepto que no se les suele oír, pero que está, nos parece, igual de presente en sus planteamientos y en los de l@s compas que están impulsando ese proceso de convergencia popular. Ese concepto que consideramos casi invisible y muy presente a la vez es el a menudo llamado storytelling o, simplemente, narrativa o relato, en versión no mucho más clara, pero al menos más castellana. Es este concepto, o la realidad a la que se refiere, mejor dicho, donde queremos adentrarnos en este artículo.
Para poner todo esto aún más claro, las preguntas son: ¿quién podría cambiar el estado de las cosas (lo que llamaríamos el sujeto colectivo de ese hipotético cambio)? ¿Qué tipo de mensaje podría favorecer que se formara, a su alrededor, ese sujeto colectivo? ¿Cuál sería el relato de cómo hemos llegado hasta aquí, de dónde estamos y dónde sería posible, necesario y deseable ir? ¿Qué conceptos serían los fundamentales a la hora de explicar ese relato y construir ese mensaje?
A nuestro juicio, la narración dominante se ha basado en el sujeto individual, un supuesto ciudadano que vive en un orden en el que lo económico y lo político aparecen como ámbitos separados. En lo económico, quien tiene éxito se lo merecería, quien se apaña, también y quien fracasa, o no se esfuerza o es un caso extremo y aislado de mala suerte que pueden paliar las llamadas ONG (cuya dependencia de las subvenciones a veces las convierte más bien en organizaciones un tanto gubernamentales). En lo político, y siempre según el relato hegemónico, el supuesto ciudadano tiene derecho a votar a quien le plazca en cada ocasión electoral, derecho que ejercen, por lo general, una porción de l@s llamad@s a las urnas que está entre la mitad y dos tercios. Insistimos en lo de «supuesto» porque cualquiera que conozca lo que los padres del liberalismo político (Locke, Kant) entendían por ciudadanía (libertad, igualdad e independencia) estará de acuerdo en que el porcentaje de ciudadanos no llega seguramente ni al 1% del total de la población; el resto, dependientes de quien nos paga en cada momento y del mercado en general, somos meros siervos, más caros o más baratos. Dentro de este relato, existen una serie de rasgos disfuncionales que son percibidos como positivos (¿por qué se pueden votar candidatos para que tomen medidas, pero no esas mismas medidas? ¿por qué en un sistema que pregona la autonomía moral como base de la responsabilidad el voto no sólo no necesita ser argumentado, sino que es secreto hasta lo sagrado?). Estas y otras disfunciones nos parecen evidentes, pero las menos claramente políticas las mencionaremos más adelante y algunas de las otras ya aparecen en este texto, del autor de estas líneas, sobre los partidos políticos en su contexto histórico e incluso en este fragmento de Propaganda, libro donde Edward Bernays defiende las elecciones y a los líderes electos mientras da la democracia por imposible.
En Cataluña, este relato no ha sido subvertido porque, pese a cierta especificidad cultural, esta era bastante inocua (no hacía daño a las instituciones) y ello por dos motivos. El primero es que gran parte de esa singularidad cultural catalana con respecto al resto del estado ha consistido en hablar una lengua propia y tener una historia con referentes propios (los condados catalanes medievales, su papel en la historia del reino de Aragón, instituciones catalanas, resistencia a los proyectos centralizadores), pero no existía un proyecto colectivo propio incompatible con la España postfranquista. Si había culturas propias en tiempos premodernos y modernos, la apisonadora liberal se encargó de desarraigar y aculturar enormemente a cada vez más gente y, dentro de la región española, Cataluña fue vanguardia. Eso la pondría a su vez a la vanguardia de la resistencia obrera –toda una gesta, sin duda–, pero aquí estaríamos hablando de una resistencia política que aún no ha conseguido derrotar al binomio mercado-instituciones y desarrollar una cultura propia. Tras el franquismo, lo hegemónico en Cataluña ha sido convivir bien con el resto del estado, en la medida en que la hostilidad de este hacia esas instituciones, historia y lengua propias no eran muy fuertes, y sostener algún que otro pulso en torno a ellas y a los distintos modos de gestionar la participación fiscal catalana en el estado.
En el caso del País vasco peninsular, entendemos que el soberanismo, pese a ser históricamente más fuerte, tiene otros ritmos. En una dinámica distinta al promedio del estado por el mayor grado de violencia (material, anímica y psicológica) y de movilización política, los últimos años no han sido tanto de despegue soberanista –que sería el caso catalán– como de normalización en lo que respecta a su conflicto armado y, si hay cierta acumulación de fuerzas soberanistas, entendemos que sus efectos se notarán más en el futuro, una vez que esas tensiones se vayan considerando superadas, que en lo inmediato.
Por todo ello, y con los matices expuestos, hay extensos sectores de la población que defienden la cultura política moldeada durante la llamada Transición, pactada entre sectores franquistas (protagonistas de un régimen de terror en los que la clase trabajadora alcanzó, no lo olvidemos, ciertas cotas de poder colectivo en las calles y fábricas) y antifranquistas: tenemos derechos efectivos (tenemos un derecho a la vida respetado, pues la policía no nos mata a tiros por las calles ni hay pelotones de fusilamiento, tenemos un derecho efectivo a la seguridad, ya que no se ven mujeres rapadas a la fuerza ni se obliga a nadie a cantar ningún himno, etc.), tenemos libertades reales, puesto que hay escenas de desnudo en las películas y se pueden tirar puyas al presidente en los media, y los políticos se ocupan de la política, si no nos gustan, podemos cambiarlos dentro de cuatro años, como mucho. Este marco ha permitido, a su vez, aceptar cuanto viniera después como no directamente político y como una fatalidad: si había que destruir la mayor parte del tejido industrial (en un estado en que la industria era el primer sector de la economía), quienes no se veían directamente afectad@s, por lo general, lo aceptaban; si la heroína proliferaba, si todas las drogas recreativas proliferaban en un enorme mercado cuyos consumidores tendían antes o después a delinquir para conseguir más dinero, se aceptaba con resignado fatalismo o se exigía mano dura; si esto llevaba a un aumento de la población penitenciaria superior al 450% (compárense las cifras de 1983 a 2008, y sólo median 25 años), a un clima de guerra civil larvada dentro de la propia clase oprimida y a una competición entre los principales partidos políticos por ser el más duro con l@s delincuentes –que no con la delincuencia–, se aceptaba como parte de la normalidad; si como resultado de decisiones claramente políticas –la entrada en el proceso de convergencia europea y, más adelante, en el euro–, se producía un demencial aumento de los precios (calculada, para el periodo 2002-2012, en un 48% en la alimentación y un 66% en la vivienda, entre otros), se aceptaba.
Nada de esto subvirtió el relato oficial; al contrario, parte de los trabajadores y de la clase oprimida en general se refugió en un moralismo ambiguo: «nosotr@s hemos trabajado cuando ha habido que trabajar», «nosotr@s hemos luchado cuando ha habido que luchar», «est@s jóvenes sólo viven para sí mism@s», etc. Moralismo individual que ha ido de la mano de la retirada de lo colectivo o, como mucho, de la mano de un exilio interior hacia un asociacionismo despolitizado (asociaciones de vecin@s, de ocio, etc.) y/o hacia la militancia en organizaciones sistémicas (PCE, luego IU, CCOO, UGT). La enorme ampliación del sector servicios de la economía, en un momento en que las organizaciones de referencia estaban matando su credibilidad (como en los casos de CCOO, UGT o USO) o su visibilidad (como la CNT, mucho más minoritaria, además de criminalizada y ridiculizada) y con los factores ya mencionados en contra han hecho que tampoco exista un contrapeso sindical ni haya existido una memoria colectiva transmitida en el centro de trabajo o en organizaciones de referencia. Para colmo, la aparición de sectores de la clase trabajadora cada vez más precarios (competencia a la baja, ETTs) no ha impedido la persistencia de sectores de ese mismo proletariado y de la clase media mucho mejor remunerados, favoreciendo actitudes insolidarias, meritocráticas y demás. Ciertamente, ni el anarcosindicalismo ni el movimiento autónomo supieran evitar su dispersión entre el ghetto político y la falta de referentes colectivos, y sólo el llamado movimiento de liberación nacional vasco, restringido a un territorio muy concreto, se negó a aceptar el relato oficial de la Transición y contribuyó a que el conjunto de la población de aquella zona lo normalizara menos que la del resto del estado.
Es en todo este contexto ideológico en el que hace aparición el que parece, a día de hoy, el único relato capaz de disputar la hegemonía al que hemos expuesto. Nos referimos al que ha aflorado con la crisis macroeconómica de los últimos siete años y que está basado en un moralismo ambiguo que sólo entronca en parte con el anterior. Un relato que habla de un@s «culpables de la crisis», que serían un puñado de banqueros y especuladores, o, como mucho, de una difusa «casta», «jauría» o unas «clases extractoras», un poco más amplias, que incluirían a sectores de la política profesional, dirigencia empresarial e incluso poder judicial, con quienes el problema, en todo caso, sería su insaciable codicia y su ambición de poder en general. Frente a esto, hay una reacción moral (y se habla, pues, de «los indignados») y, dado el endiosamiento de la élite española, esta reacción, y la intensidad con que se vive en el contexto de apatía ambiental existente hasta el 15-05-11, hace que el mero hecho de reaccionar se considere una primera gran victoria: del «sí se puede» a un «podemos», adaptación del slogan electoral de Barack Obama (un carismático conservador para consumo de muchos progresistas) y a una supuesta spanish revolution… (¡!). Con una clase oprimida en la que imperan l@s adult@s nacid@s a partir de 1958 -que no han votado, por tanto, la constitución vigente-, much@s de l@s cuales ni siquiera hemos vivido esa transición que hace de mito fundacional, un sector, además, del que much@s no tienen el poder adquisitivo de sus padres ni creen poder aspirar a él, pese a tener un nivel de estudios medio que es superior al de est@s y a haber creído que esos estudios les darían trabajos mejor remunerados y más satisfactorios, una capacidad de acceder a una vivienda notablemente más baja que la de sus padres y que está viviendo cierta emigración a otros estados, se ha abierto algo de paso la idea de que esa codicia sin escrúpulos de un@s poc@s ha puesto todo patas arriba y que se impone algún tipo de renovación o regeneración de la élite. No deja de ser interesante cómo esto es enfocado de distintas maneras, desde una mera búsqueda de una mayor eficacia, por haber quedado la élite anterior obsoleta o por otros motivos, hasta una purga un tanto revanchista, y cómo el término «regeneración», tan vinculado a la crisis de 1898 y a un regeneracionismo todavía hoy disputado desde corrientes antagónicas, reivindicado por partidos del sistema durante años, sigue apareciendo de vez en cuando.