Seguramente en no muchas ocasiones hemos oído hablar de cooperativas integrales, de ecoaldeas, de proyectos de okupación (desde pueblos okupados hasta edificios abandonados en la ciudad), e incluso barrios autogestionados y comunidades enteras fuera de las redes mercantiles. Son espacios liberados dentro del sistema capitalista que demuestran que existen modelos alternativos de organización social y económica, que de alguna manera permiten experimentar, poner en práctica y dar ejemplo sobre alternativas al sistema capitalista. No obstante, muchos de estos proyectos no tienen una pretensión confrontativa contra el sistema, sino que más bien funcionan como vías de escape. Este tipo de pequeños espacios fuera de los centros de circulación de mercancías se conocen como sociedades paralelas. Ahora bien, ¿podrían estos proyectos ser una suerte de poder popular?
A diferencia de las sociedades paralelas, el poder popular lleva consigo la bandera de la confrontación contra el sistema dominante a través de la creación de un contrapoder que le desafíe. Este tipo de contrapoder supone la creación de movimientos populares los cuales articulan instituciones al margen del Estado que se traducen en asambleas de barrio, sindicatos, organizaciones estudiantiles, coordinadoras, etc… que pretenden sustituir y superar el orden establecido materializando un modelo de vida socialista libertaria. Esto quiere decir que el poder popular es una estrategia de confrontación y disputa en todos los niveles contra el dominio capitalista: social, económico, territorial y político. Otro matiz importante es que el poder popular también se articula a nivel político, es decir, que lleva un proyecto político de mayorías y se dotan de herramientas como los análisis de coyuntura, las hojas de ruta, las agendas, estrategias políticas y demás, que permitan el avance cualitativo de todo el movimiento popular. Esto por ejemplo, no se da en las sociedades paralelas, donde no existe una dirección política clara y se toma como fin la misma realización del proyecto, sin llevar ninguna política de confrontación. Sin embargo, podríamos apuntar que la línea entre sociedades paralelas y el poder popular no son bien marcadas, sino que hay ocasiones en que se ven difusas. Veamos algunos ejemplos.
En Grecia existen hospitales, clínicas y ambulatorios autogestionados debido a que el sistema de salud estatal está sufriendo ajustes muy agresivos. Por un lado, las experiencias autogestionarias pueden servir como parches ante la situación aguda de reestructuración neoliberal que vive el país. Pero por otro, podría suponer una salida hacia delante si estos proyectos se vinculan con otros sectores en lucha y sirvan como medios para crear un sistema de salud público no estatal. De manera similar, podríamos decir sobre la cuestión de las cooperativas integrales o la okupación de pueblos abandonados. Si bien estos modelos pueden servir para no tener que vivir del trabajo asalariado, y llevar una vida más sana, si carecen de vinculación con el conflicto de clases, no constituirían ningún problema para el sistema capitalista. De hecho, el capitalismo tolera las sociedades paralelas. No obstante, ¿y si se diese el caso de que las cooperativas integrales sirvieran como colchones para luchar contra el paro y tuviesen buenas relaciones con los sindicatos en las ciudades y vinculación con proyectos sociales en los pueblos y en los barrios? ¿Cuál sería entonces la delgada línea que los separa de ser sociedades paralelas o posibles instituciones de poder popular?
Las alternativas autogestionarias en las sociedades paralelas no son revolucionarias de por sí si no están vinculados a proyectos revolucionarios de confrontación a través de la lucha de clases. En Argentina en 2001 cuando ante el cierre masivo de empresas los y las trabajadoras se lanzaron a la autogestión, no se planteó el socialismo como proyecto político que supere el neoliberalismo que arruinó el país, aunque eso sí, gracias a la autogestión pudieron sobrevivir y se demostró que es una salida viable. Las zapatistas y el movimiento de liberación kurdo en Rojava serían los ejemplos más destacables de poder popular, puesto que, además de implementar una organización social distinta a la del capitalismo, llevan una orientación política por el cual crean sus propias instituciones que sustituyan a las del Estado en los territorios donde han declarado su autonomía.
Las sociedades paralelas son pues burbujas aisladas dentro del sistema capitalista que pueden funcionar con mayor o menor grado de independencia de los flujos mercantiles, lo que quiere decir también que carecen de cualquier vinculación con el conflicto de clases en los centros —entendiéndolos como no solo las grandes metrópolis, sino territorios donde el capital lanza sus ofensivas (desde las ciudades más grandes, pasando por pueblos, hasta las zonas donde se quieran hacer megaproyectos de extracción como megaminería, fracking, etc)—, en otras palabras, no tienen pretensión de disputarle terreno y espacios al sistema dominante donde mayores son los grados de conflictividad social y de clases. En cambio, el poder popular sí actúa en los centros del conflicto de clases y sí mantiene esa disputa al orden establecido, al contrario que las sociedades paralelas que actúan en las periferias, donde el capital no tiene tanto peso. Entonces, para que una cooperativa integral, un pueblo okupado, una clínica autogestionada o lo que sea, pase a ser una institución del poder popular, tendrían que romper la burbuja y orientarse como medios para crear un contrapoder efectivo al sistema dominante, asumiendo el papel de alternativas de confrontación en vez del de la evasión, o sea, crear vínculos entre diferentes sectores en lucha (multisectorialidad), pasar de verse como fin a verse como medios y dotarse de una orientación política cuyo fin sea el socialismo libertario.