Llegué tarde tal y como mandaba mi religión. Me senté al lado de dos novatos de primero, y era fácil adivinar por sus ojos abiertos como platos que estaban alucinando con aquella asamblea para su primera huelga universitaria. Era la Laia quien hablaba, de tecnicismos como siempre: que si no hay material para las pancartas, que si deberíamos pensar en quien lleva el megáfono en la manifestación, que si no hay suficiente dinero para las octavillas y estaría bien hacer kafeta un día de estos… no pude terminar de escuchar su intervención porque el Joan se había levantado para pedirme tabaco.
Oye tenemos que intentar que salga lo que dijimos de los piquetes eh, que mira, hoy ha venido mucha peña nueva. Me fijé en la gente, mucho refor, pero por suerte había venido el núcleo duro de la asamblea. ¿Tienes papel? No que va, ya no me queda. Joan resopló al tiempo que buscaba con la mirada a una nueva presa a la que gorronearle, la localizó pero decidió esperarse ya que ahora hablaba el Guille y este era muy estalo, había que llevar cuidado con él. Guille hablaba mucho y usaba palabras rescatadas del baúl de los recuerdos del palacio de invierno, así que desconecté de su perorata y mi mirada se cruzó con la de Rosa. Le sonreí muy suave para que nadie pudiese notarlo, y pensé que quizás debería volver a quedar con ella un día de estos, al fin y al cabo el polvo en la fiesta mayor estuvo muy pero que muy bien.
En general el debate iba por buen camino y nuestra línea salía a flote. Alcé la mano para añadir un par de cosas, bueno quizás unas cuantas más, y para cuando me quise dar cuenta eran las tres pasadas y la clase de política internacional no era nada fugable. Eché un último vistazo a aquella asamblea, que por fin parecía revivir y me despedí del Joan, que me dijo con gestos que me llamaría, supongo que por lo de la bilateral.
Conforme me alejaba de aquel círculo mal hecho sin haber vuelto a colocar ni una sola silla en su sitio, sin haberme preocupado de que las pancartas no se pintaban solas y que el megáfono se tiene que ir a buscar, igual que el arroz para la paella, me convertía en cómplice. Mi trabajo en la asamblea se veía, lucía bonito y útil, incluso podríamos decir que olía un poco a revolución. Sin embargo, el trabajo de muchas de mis compañeras no, más bien era algo así como invisible y poco valorado. Mi forma de intervenir había mejorado con los años a decir verdad, me había hecho más fuerte, más coherente y se veía a la legua que tenía mucha más formación teórica que cuando empecé. Cuando ignoraba que mis discursos interminables y repetitivos, así como los gritos y las miradas asesinas que me salían de vez en cuando, quizás no ayudaban en absoluto a crear un ambiente agradable para las personas que tenían mayor dificultad para hablar, me convertía en cómplice otra vez. Cuando no veía que un grito, una interrupción o una crítica a nivel emocional no causaba el mismo efecto devastador en un hombre que en una mujer era otro cómplice más. El Rober solía defender con vehemencia que las muchachas militantes tenían que coger el liderazgo, que tenían que intervenir más en los espacios, porque si sus voces no se escuchaban nunca haríamos la revolución. «Venga tía, coge el liderazgo» a pesar de que yo soy incapaz de soltarlo; «Adelante chiquilla, habla», al tiempo que soy incapaz de escucharte. Qué curioso… ellas tenían que hacer el esfuerzo de adaptarse al espacio porque el espacio era incapaz de adaptarse a ellas. Mantener estas dinámicas era complicidad, de la misma manera que el paternalismo también lo era.
Dejar según qué temas para el último punto del orden del día porque podían descarrilarnos de la lucha principal, así como saltarse curiosa y misteriosamente solo los talleres sobre micromachismos o las manifestaciones de reivindicaciones feministas, era ser cómplice también. Ser del todo incapaz (y no poner esfuerzo alguno en serlo) de renunciar a un solo privilegio, así como olvidar que como individuo pensante y postureante que soy, no solo era responsable de lo que hacía sino también de lo que callaba, era ser cómplice another fucking time. Enfocar las críticas de mis compañeras como acusaciones a traición de las que jamás sería capaz de reponerme, es decir, tener más miedo a que ellas me llamasen machista delante de los demás que de ser un machista todo el rato, era ser cómplice.
«Pero a ver, ¿a qué te refieres? ¿Cómplice de qué?»
Pues cómplice del monstruo más asqueroso y peligroso conocido hasta el momento. Cómplice y amigo de ese ser que asesina, excluye, esclaviza, deprime y silencia a las mujeres día tras día. Unos cómplices más del machismo más rancio y violento que pasa con total naturalidad delante de nuestras narices en cualquier momento y en cualquier espacio. Eso es lo que somos muchas veces, a decir verdad, y seguir cerrando la boca, seguir mirando hacia otro lado cuando estas dinámicas continúan, seguir sin mover un dedo para cambiar esta situación que de sobras conocemos, o creemos conocer, es complicidad.
Este texto no nace de la inspiración basada en un solo individuo, sino de la triste combinación de muchos de ellos.
Ana Poliquística