Tal día como hoy, hace 94 años, ocurriría algo de lo más inspirador en Puerto San Julián (Santa Cruz, Argentina).
Un grupo de soldados va a volver a Buenos Aires y, mientras están en San Julián, tienen permiso para distraerse y visitar algún burdel. Han estado un año destacados en la Patagonia y, desde enero de ese 1922, ya han cumplido su misión: pacificar la huelga de peones rurales, la mayor huelga en la historia de la Argentina rural. Han fusilado a unos mil quinientos huelguistas después de hacerles cavar las mismas fosas donde arrojarían sus cadáveres; a quienes más se habían destacado en la huelga, los han apaleado y masacrado a sablazos. Eso tiene que cansar. La orden era acabar con la huelga y han acabado con ella; el presidente Yrigoyen en persona se esforzó para no precisar al oficial al mando, teniente coronel Varela, cómo acabar con ella. Un buen soldado cumple con las órdenes que se le dan.
Estos soldados de San Julián quieren aliviarse y distraerse y sus oficiales se ponen de acuerdo con las mesdames de la localidad para que puedan ir en tandas. Un primer grupo de ellos se dirige al prostíbulo La catalana y allí les espera la sorpresa: la madame les informa de que no va a ser posible. Hay cinco chicas y las cinco han dicho «no». La prensa, el régimen, los terratenientes, la extrema derecha: todos han cantado las alabanzas de los soldados, obviando cómo han pacificado la Patagonia, cosa que ni saben, ni quieren saber. Los soldados se enfurecen, se envalentonan unos a otros y entran en La catalana por las malas. Casi a continuación, salen también por las malas: las putas les echan a palos y escobazos de su lugar de trabajo. Les gritan «asesinos», «porquerías», insisten en que ellas no se acuestan con asesinos. El comisario de policía en persona da la orden de que las detengan, los músicos del burdel, también detenidos, reniegan de sus compañeras, pero su gesto ya ha demostrado, por si alguien de verdad tenía dudas, que la dignidad no tiene nada que ver con la apertura de piernas, sea o no remunerada.
Ellas se llamaban Ángela Fortunato, Consuelo García, Amalia Rodríguez, Maud Foster (su tumba es la que aparece en la foto) y María Juliache; tenían de 26 a 31 años. Tres eran argentinas, una británica y otra española, cuatro estaban solteras y la otra, casada. Ellas no obedecieron órdenes ni cumplieron rutinariamente con su trabajo porque todo tiene un límite. Cuando, todavía hoy, se habla de prostitución como sinónimo de sumisión, cuando se habla de «putas» como de quien hace lo que sea por dinero, está claro que no se conoce a estas heroínas, que podrían perfectamente haberse guardado sus escrúpulos donde tantos soldados y honradísimos funcionarios se los guardan cada día de modo que la máquina pueda seguir funcionando, de modo que podamos seguir esperando a la muerte sin molestar mucho.
* Lo cuenta Osvaldo Bayer en La Patagonia rebelde (Txalaparta, 2009, pp. 247-248). El libro se puede encontrar en varias páginas web, por ejemplo esta.