Contagio

10 min. de lectura

Ni la sífilis. Ni la gripe española. Qué digo, ni la peste bubónica. Ninguna pandemia puede compararse al mortífero, endemoniado y brutal… contagio ideológico.

¡Qué dirían los padres y madres de la Revolución si nos vieran compartiendo alcoba con tan perjudiciales virus! ¡Semejantes bacterias infecciosas provenientes de todo tipo de fuentes perversas y promulgadoras de males tan corruptos como corruptores! ¡Protozoos reformistas! ¡Hongos socialdemócratas…!

Bueno… descansando un poco de tanta exclamación, me limitaré a decir que me parece, cuando menos, curioso. Que, ¿qué me parece curioso? Bueno, lo cierto es que muchas cosas; pero, como hay que empezar por algún lado, pues comenzaré diciendo que por la ignorancia. La ignorancia que algunas y algunos demuestran día sí y día también al realizar juicios de valorprejuicios en última (y primera, vaya) instancia– sobre todo tipo de personas que tienen un criterio político distinto al suyo; personas que por una u otra razón apuestan por unas vías y/o unas formaciones que, a ojos de estas otras, son y serán responsables de todos los males de la humanidad desde la antigua Sumeria hasta el día del juicio final. Y no solo me da rabia que hagan tales cosas por el error de análisis que supone y por lo injustos que pueden llegar a ser con esas personas (que además no conocen en la mayoría de casos), sino porque eso lleva a rechazar de forma directa la colaboración con unas personas con las que se comparten muchas más cosas de las que se difiere. Y, ojo, hablo de forma general. Evidentemente, como en todos los sitios, hay de todo. Y es por eso mismo por lo que al menos debería brindarse la oportunidad de comprobar si esto es así o de otra manera. Yo simplemente me limitaré a poner sobre la mesa que en no pocas veces he tenido la ocasión de darme cuenta de que comparto más cosas con dichas personas que con aquellas que se supone que, por definición ideológica, son más cercanas a mí. Y es que, ¿qué es y para qué sirve una etiqueta ideológica? Reza el viejo dicho aquello de Por sus hechos los conoceréis, y es ciertamente complicado ser revolucionario en los tiempos que corren si uno no está dispuesto a asumir el trabajo que conlleva preparar una revolución y, por ende, a un pueblo que sea capaz de llevarla a cabo.

Pero bueno, como no soy de aquellos a los que les gusta dar rodeos, explicaré de forma abierta a qué me estoy refiriendo, aunque creo que la cosa se intuye fácilmente. Me refiero a todas aquellas personas que no soportan o aíslan en su gulag ideológico a aquellas que apuestan por la vía electoral o que forman parte de partidos o candidaturas municipales concretas, léase Ganemos, Podemos, las CUP, Barcelona en Comú o lo que se quiera. Y cuando hablo de éstas últimas esto no me refiero a personas que ostentan cargos públicos con responsabilidades (cosa bien distinta y de la que también se podría hablar), sino de gentes que simple y llanamente apoyan la intención primigenia de la formación en cuestión y participan en ella. Lo que vienen siendo las bases de un partido.

Es posible que el lector conozca a estas personas más bien por el término comúnmente utilizado para denominarlas en el lenguaje de ciertos autoproclamados revolucionarios y revolucionarias de toda índole: esto es, reformistas. Gente que ha decidido brindarle su apoyo a otra gente que ha decidido entrar en unas instituciones que –sí, sí, ¡que yo también pienso eso!- están viciadas desde el mismo principio.

Y, por sorprendente que pueda parecer, con muchos de ellos y ellas compartimos muchas cosas. La mayoría de ellos y ellas apoyan la labor y el fortalecimiento de los movimientos y las organizaciones sociales –muchas de ellas de hecho han militado en los movimientos o lo siguen haciendo– y hasta desconfían de la propia institución y creen que sin un pueblo organizado la cosa es más bien oscura. Y yo creo que al rechazar cualquier tipo de colaboración con ellos y ellas cometemos un tremendo error. Porque no tenemos por qué apoyarles en sus objetivos electoralistas o partidistas, pero sí podemos unirnos por la consecución de algo en lo que todos y todas estemos de acuerdo –y además participemos en igualdad de condiciones–: por la (re)municipalización de algún servicio público, por la visibilización y la lucha contra las violencias machistas, por el fortalecimiento de los sindicatos combativos, por la auditoría y el impago de la deuda odiosa, por el fin de los desahucios o la gentrificación y un largo etcétera. Incluso por la crítica o la desobediencia a ciertas actuaciones de un gobierno (municipal, autonómico o estatal, da lo mismo) en el que su partido forme parte.

Y es que, de nuevo, me resulta curiosa otra cosa: esta vez la hipocresía o las contradicciones que pueden llegar a cabalgar algunas personas. A mí no me importa tener contradicciones, porque entiendo que eso es inherente al ser humano político y, de hecho, creo honestamente que no me hace menos coherente. Pero no deja de resultarme llamativo que algunas personas veneren o alaguen al 15-M (como yo también hago) mientras a la par critican cualquier tipo de relación con personas pertenecientes a partidos o candidaturas parlamentarias. Lo digo porque los hay que ponen el grito en el cielo si uno organiza una asamblea o encuentro y acuden personas de todo tipo entre las que se cuentan aquellas que apoyan las actuaciones de un ayuntamiento o gobierno. Pues mira que yo me harté de escuchar afirmaciones de ese tipo durante el 15-M (o, bueno, más bien de reivindicar cambios institucionales o de crear un partido, ya que todavía no había empezado la ola política de Podemos) y eso no me hizo ponerme a maldecir como un loco.

Siempre me parecerá increíble que algunas personas tengan la valentía de criticar una posición entre bastidores o entre cañas y luego no la tengan para hacerlo en un espacio público en el que se goza de la misma oportunidad de participación que el resto. Si tienes una opinión distinta a la de una persona que se ha pronunciado, toma la palabra y hazlo saber. Puedo asegurarte que el mundo mejor que deseas no va a venir por arte de magia, y menos aún si cuando se te plantea una situación así eliges callar y despotricar luego cuando ya nadie o solo los que piensan como tú escuchan.

Puede parecer sorprendente, pero, en cuanto una sale de su círculo político de confort, se encuentra con que –¡voilà!– existe gente que piensa distinto. Lo maravilloso de todo esto es que puedes convencer con argumentos –y con tu actitud y acción. Recordemos el viejo dicho de antes–. Lo que está claro es que el silencio o la difamación nunca han sido buenas herramientas para hacer ver nada a nadie.

Yo, desde luego, puedo garantizar que el intercambio de opiniones no mata a nadie. Lejos de eso, enriquece, incluso aunque se tengan conversaciones con personas que tienen una visión opuesta a la propia en algunos temas. El pensamiento es libre, puedes decidir lo que tú quieras. Y el pensamiento es algo vivo: si lo dejas encerrado entre cuatro paredes, tarde o temprano terminará pudriéndose.

Finalmente, entiendo que uno/a pueda sentir una sana desconfianza hacia gente que tiene un pensamiento distinto al suyo en ciertas cuestiones, pero lo que nunca entenderé es lo poco revolucionarios que pueden llegar a ser algunos autoproclamados revolucionarios. Gente que, en última instancia, parece odiar a ese pueblo que se supone que le gustaría ver libre. Bien porque les parece tonto, bien porque les parece políticamente “desviado”. Contagiado.

Y no vaya a ser que, por Dios mío, nos lo vayan a contagiar a nosotras.

Anónimo

Comparte este artículo