Es posible que encontréis el título de este texto demasiado osado, falto de un análisis pormenorizado, o incluso, una mala idea difundir una sentencia tan abrumadoramente negativa para nuestras expectativas políticas. A través de este artículo intento sentar bases de reflexión para que encontremos en esta frase demoledora el potencial suficiente para cambiar radicalmente la situación actual que tenemos delante.
Probablemente muchas personas os hayáis enterado que este domingo por la noche hubo elecciones presidenciales en Francia, y si bien, mi preocupación por el sistema electoral o las cifras parlamentarias es más bien escasa, sí aspiro a sacar conclusiones en clave socio-política que pueden interesarnos al pueblo trabajador. La realidad práctica de la política legislativa me ha llevado a descreer bastante joven de las posibilidades reales de unas instituciones inservibles para generar una transformación palpable para las personas que día tras día nos levantamos a trabajar incansablemente para sobrevivir. Sin embargo, por más que estas instituciones políticas no respondan a las necesidades colectivas de la gente, me parece un error no analizar convenientemente estas dinámicas sociológicas. Una vez conocidos los resultados de las mencionadas elecciones francesas, y sabiendo que el sistema electoral francés se basa en dos elecciones consecutivas, los medios generalistas proclamaron vencedores de los mismos a Enmanuel Macron y a Marine Le Pen, que tendrán que enfrentarse en una segunda vuelta. Para estar mejor informados/as conozcamos mejor a estos dos representantes:
Marine Le Pen es una abogada francesa, presidenta del Frente Nacional, sucesora e hija de Jean-Marie Le Pen, ex político y veterano militar de los paracaidistas franceses de la Legión Extranjera que participó en varios conflictos bélicos contra los procesos emancipatorios y anticolonialistas en Indochina (1953), en Suez (1956) o en Argelia (1957). Su partido tiene un ideario revestido de antiliberalismo popular y ultranacionalismo, que esconden un peligroso discurso xenófobo, autoritario y socialmente intolerante con cualquier minoría discriminada.
Enmanuel Macron es un alto funcionario francés, especialista en inversión bancaria que acabó siendo socio en la Banca Rothschild, hasta llegar a formar parte del gobierno de François Hollande como Ministro de Economía, entre otras cosas impulsando la Reforma Laboral francesa que llevó a protestas en las calles a cientos de miles de personas de clase trabajadora. Defensor de la ideología neoliberal que intenta retratar las bondades de un capitalismo como mejor sistema posible, obviando la incompatibilidad de este con la vida humana como demuestra nuestra cotidianeidad internacional.
Por lo tanto, nos encontramos con que los dos máximos vencedores de dichas elecciones francesas son una persona que radica su discurso en presentar como un bien social el neoliberalismo y otra que defiende un discurso nacionalista y xenófobo. Esto nos lleva a preguntarnos dónde se encuentra por lo tanto el discurso de la izquierda revolucionaria, y por este no me refiero al representado por el candidato Melenchon, a esa izquierda progresista que se atrinchera en la social-democracia ante el impetuoso avance de los otros dos actores. La confrontación social no la estamos presentando desde hace ya bastantes años la izquierda transformadora, sino que los actores protagonistas en este mundo son el liberalismo y el nacionalismo, son estos los que protagonizan todo el discurso social, que se asienta sobre el imaginario de todas las personas y se expresa diariamente en nuestras actitudes.
No es raro encontrarnos a muchos familiares y amigos o amigas, con quienes en cualquier conversación sobre temática socio-política, las soluciones a los problemas reales que sufrimos los/as trabajadores/as fluctúan sobre dos ejes mayoritariamente: por un lado entre el individualismo competitivo que nos impone el mundo laboral y los méritos que suponen la acumulación de títulos universitarios perdiendo de vista un verdadero sentido de lo común; y por otro lado la defensa de un ideal profundamente nacionalista, de privilegios sociales intolerantes y una postura intransigente contra las minorías, que destierra de nuestra actitud la empatía y convivencia social sana. El discurso de izquierdas no está presentando batalla, la gente en la calle no plantea como solución a los problemas cotidianos apoyarse en sus semejantes. Solemos ver a otras personas, bien como competidoras o bien como invasoras de una construcción cultural defendida a ultranza sin cuestionarnos que se trata de una construcción social que responde a intereses que no son los nuestros. No imaginan una autoorganización en las comunidades barriales o locales para construir soluciones aquí y ahora, y no esperar a un futuro inexistente en que nos las entregarán en bandeja. La gente ha perdido esperanzas en actuar desde un pensamiento de izquierdas, y parecemos atrapados en esta confrontación entre liberalismo y nacionalismo.
Una aplastante victoria del capitalismo ha sido encontrar su éxito en la globalización, es decir, en el internacionalismo del capital. De esta manera, el discurso de izquierdas quedó naufragando a la deriva, completamente noqueado, pues el neoliberalismo habría fagocitado su principal valedor, el apoyo internacionalista de la clase trabajadora, utilizándolo en favor de los beneficios de la economía de mercado. Ante esta situación, y tras la grave crisis económica mundial que llevamos arrastrando ya casi una década y que está dejando al pueblo trabajador en una posición de desamparo y precariedad, reaparecen las viejas recetas nacionalistas y autoritarias, pero como también históricamente irrumpieron, disfrazando su discurso de social y popular. Es por eso que afirmo, por lo tanto, que la balanza de los discursos y acciones políticas actuales solamente se batallan entre estos dos actores. Aquellas personas que queremos actuar desde una actitud social de izquierda libertaria, muchas veces sentimos encontrarnos ante un enorme muro delante que nos conduce a quedarnos en nuestras zonas de confort activista, o bien tratando de construir proyectos limitados y reducidos a un grupo, pero no con aspiraciones sociales amplias.
Desde hace algunos años, y bien podemos analizarlo si vemos la clase de movilizaciones que hemos llevado a cabo, nos encontramos en una postura completamente reactiva. Esperamos a recibir golpes en nuestro día a día: desahucios, despidos y precariedad, detenciones por delitos surrealistas, una sanidad deplorable… Creamos estructuras de apoyo que sirvan para reajustar o frenar estos palos que nos da el capitalismo cotidianamente, acabamos sumidos en una doctrina del shock, puesto que el impacto social es abrumador y deshace nuestro potencial activo. No tenemos tiempo, ni compromiso social, ni fuerzas emocionales para presentar una lucha que active la confrontación donde se encuentra el centro neurálgico de nuestros problemas. Quizá sea el momento determinante de pararnos a pensar si es sostenible para nosotros/as como comunidad social continuar retrocediendo. Tenemos capitalismo para rato, y además, el único actor que le hace frente es ese nacionalismo autoritario, con lo cual nos deja a las clases populares de izquierda revolucionaria fuera del juego político y social, han exiliado nuestro discurso de izquierda transformadora. Sin una actitud nostálgica de un pasado que no regresará por arte de magia, porque el contexto social es completamente distinto, debemos recuperar la acción desde la izquierda revolucionaria con aspiraciones sociales, creérnoslo nosotros/as mismos/as y generar unas amplias bases de autogestión, solidaridad y autoorganizaciones con el objetivo de arrebatar espacios en nuestras vidas a las instituciones oficiales y enfrentándonos al discurso de los grupos sociales fascistas y xenófobos.