Solía soñar con puentes alados de colores que sonreían cuando un vehículo o un globo lo atravesaban, con casas colgantes en forma de pez, donde los moradores se dedicaban a leer y a fumar en pipas de cristal. En alguna otra ocasión, mis ojos se cerraban y nadaban dentro de mí, y sobre sus tejados había nubes abrazadas a la tierra, gravitando entre susurro para mantener sus suspicaces figuras. Pero la pizarra y el uniforme se impusieron, erigiendo una cárcel para encerrar mi felicidad onírica. La obligaron a permanecer en silencio, observando por una pequeña rendija de una recia puerta.
De adulto, y con dolores en los ojos, hago malabares con los números y sin éxito me figuro la manera más simple y sencilla de vivir, sin delatarme, sin percatarme de que es imposible llegar sin miedo al día 30 de cada mes. Así, doce castigos, 365 torturas al año. Pero el encierro se desvanece con cada día que mi imaginación se vende por algo de dinero usado, diciéndome a mí mismo por lo bajo que soy más que un carné de identidad, ¿lo soy?
La puerta está desvencijada y aún no he aprendido de eso que llaman amor. A golpes de soledad negué que era más sencillo decir te quieros al espejo que a un oído ajeno. Plegarias y dioses no existirían si la humanidad hubiera recogido los juguetes abandonados y los cristales esparcidos dentro de un alma perdida en este callejón, entre las facturas, el alquiler y un aire viciado por la usura y el placer ególatra. Los maestros sabían de ecuaciones, pero no de amor libre, ni de amor liberado.
Pero te has ido. O no te has ido. Mi ilusión sigue presente, algo andodina, desde aquella oscuridad accidental. Aquella noche en la que afilábamos nuestros bordes, a esas horas que en el presente me dibuja una montaña de melancolía y las voces de Jimmy Cliff y Paul Weller me acunan cuando intento pacificarme. A veces creo que te quiero. En otras ocasiones, todo lo contrario.
Es que en esto de las relaciones afectivas siempre he sido un tanto torpe. Me he acostumbrado a ser el cobijo y la protecciones de algunas personas rotas, y yo mismo he ayudado a poner parches a mis descosidos. Al contrario de lo que decía Simone de Beauvoir, yo cada vez te conozco menos, pero mi corazón lo siento cada vez más cerca. Tal vez algún día termináramos siendo dos extraños. O bien todo lo contrario.
Pero para calmar el dolor que se acumula en la boca del estómago y salta por nuestros cerebros, nos dieron unas pastillas y un trabajo mecánico, solo faltaba perder el cerebro o que sustituyeran mi agotamiento vital por unas semanas en la playa. Pero ignoro quiénes fueron esos maleantes que nos creyeron transhumanos en este simulacro de vida. Mas no engañan cuando afirman, con los dientes afilados y la boca pequeña, que podemos elegir: morir en la ciudad o en el campo. Creí que la cuchilla servía para cortar las ataduras que nos hacen ser marionetas, erraba y erré.
Estamos tan limitados que hasta nos frenan el miedo, y nos han hecho tan tolerantes que tolero mejor lo injusto de todos los días, y es que de siete, aborrezco cinco. No es mal ratio. Escupo las pastillas sobre los guiones configurados. Mi mayor deseo es poseer una ráfaga de viento que me eleve y dibujar, desde el aire, las fronteras mentales que le han impuesto a la geografía. A mis profesores, grandes teólogos y biólogos, se les escapó una mente (y otras más) que se mueven al compás de los tambores de la rebelión. A espera de tiempos mejores, sigo haciendo sonreír a puentes que se eleven hasta el cielo, bajo el sonido de nuestros pasos, construyo casas para quienes duermen bajo las lágrimas de las estrellas y abrazo nubes que no han dejado de tararear nanas, hasta que ellos, los que nos obligan a inhalar un oxígeno cargado de nitrógeno y corrupción, se ahoguen tan profundamente que ya no se oiga nada más.