Los motivos que han llevado a la realización de este artículo de opinión, han sido basados en la observación de un contexto universitario, del cual participo como estudiante, pero que parece ser transversal a las diferentes universidades madrileñas. Esta observación viene dada a través de encuentros y conversaciones informales, con universitarias de otras ramas formativas y otras Universidades. Con el tiempo y la repetición de este tipo de encuentros y conversaciones, pude percibir un patrón que se reproducía sistemáticamente en las diferentes experiencias de los estudiantes. Por ello, este artículo es presentado, no tanto como crítica a un sistema cuyo mal funcionamiento es estructural, sino como llamada de atención sobre una realidad que puede ser transformada, si se aprovecha la oportunidad de entablar relaciones de diálogo y performatividad entre los diferentes estratos universitarios, principalmente entre alumnos y profesores.
Cuando hablamos de la plurivisión del sistema universitario, nos referimos a las diferentes formas en que éste es percibido, centrándonos específicamente en las diferencias generacionales y sociales.
Desde siempre, la Universidad como entidad, ha sido reconocida colectivamente como un espacio de formación intelectual y reconocimiento social. Cuando los hijos de los obreros empezaron a poder acceder a ella, se agudizó aún más esta perspectiva, diferenciándose como obreros de primera categoría. No obstante, también sirvió para que la Universidad se llenara de contenido social y político, que abogaba por una sociedad más justa.
La generación de nuestros padres y profesoras, creció bajo esta perspectiva, donde poco a poco la universidad iba adquiriendo un matiz ideológico de base marxista y revolucionaria. Una universidad, donde las diferencias de clase seguían siendo evidentes, pero se luchaba por erradicarlas y por dotar de herramientas a un pueblo que salía de una dictadura de más de 40 años. Los obreros dejaban de quedar relegados a mano de obra y trabajos de poca categoría y empezaban a ascender socialmente. Esta realidad, fue adquiriendo peso en la ideología de superación obrera, haciendo que aquellas que habían accedido a estudios superiores y, especialmente, aquellas que no habían conseguido cursarlos, pretendieran garantizar un futuro económico y educativo superior a las generaciones futuras.
En consecuencia, se crea un imaginario colectivo que idealiza la universidad como germen de las luchas sociales, como el último escalón hacia una vida de éxito social y económico, como la garantía ante todas las dificultades venideras. Cuántos de nosotros no habremos crecido con el eslogan de “debes ir a la universidad para ser alguien en la vida”, como si los millones de personas que no han podido o querido, estudiar en la universidad se anularan a sí mismas por el mero hecho de seguir siendo obreras. Como si un hijo con titulación universitaria, valiera más simbólicamente que sus padres, y el esfuerzo de los mismos por garantizar sus privilegios. Cuántas estudiantes no se han visto arrastradas a la universidad sin tener claro en verdad, qué es lo que querían conseguir en sus vidas, sólo porque es “lo que se espera de ellas”.
Pero nos encontramos aquí, cursando estudios universitarios. La generación mejor formada de nuestra historia. La que menos claro tiene su futuro, la que menos se moviliza, la que más pasividad acumula y más murmulla en los pasillos su descontento formativo, sin saber focalizarlo. ¿Dónde ha quedado la promesa de un futuro profesional estable? ¿Por qué nuestro título nos hace “más alguien en la vida” trabajando tras el cajero automático de un centro comercial, que al resto de compañeros no titulados? ¿Dónde ha quedado el germen de las luchas obreras en una universidad donde, si trabajas a la vez que estudias, te penalizan por no asistir a clase?
No pretendo sonar derrotista, sino evidenciar las realidades que cruzan los pasillos de cualquier facultad universitaria. Las dudas que nos planteamos las jóvenes estudiantes, que no tenemos definido el futuro y que nos siguen vendiendo el cuento del tradicional capitalismo, cuando la nueva realidad supera y destruye cualquiera de esas percepciones neoliberales. Evidenciar la declive situación en que sentimos que se encuentran nuestras universidades y la monótona resignación, con la que cada día acudimos a un aula donde copiamos pasivamente las mismas diapositivas que el docente de turno nos quiere leer; donde el lugar a la crítica y el libre pensamiento se acallan con “es que eso no es así y punto”, o profesores que te animan a que des tu opinión, especialmente si es contraria a la suya, para humillarte en público y de manera nada pedagógica.
Por supuesto, estos casos no son la totalidad, también hay profesoras que en su idealismo, intentan venderte una imagen que se desarma en su propia bondad, profesores que te contagian su pasión o aquellas que, a sabiendas de que este proceso es puro trámite, intentan facilitártelo con nuevas ideas y propuestas. Algunos, aunque pocos son los casos, apoyan ideológica y posicionalmente algunas de las propuestas alternativas, fomentadas desde el germen universitario. Algunas intentan romper y deconstruir el elitismo intrínseco a la formación universitaria, e incluso los hay que aún se resisten a implementar en sus metodologías docentes, las abusivas restricciones de los nuevos planes de estudios, facilitando la comunicación, el trabajo y el aprendizaje colectivo.
No creo que esta situación, se deba sólo a un problema generacional o de elitismo académico, sino a un problema de pérdida de contacto con la realidad. Muchos profesores dicen entender la situación de los estudiantes menos privilegiados, si bien nunca tuvieron la misma situación o quizás ya la han olvidado y guardan un recuerdo difuminado y romántico al respecto. La sensación que queda en el estudiantado es la de no tener acceso real a sus profesores, la de no aprender, la de perder la ilusión por aquello que, bajo una imaginario hegemónico y heredado, habían idealizado.
No es sólo un problema en la relación entre docentes y alumnas, cuya comunicación no rompe las jerarquías formativas y queda restringida a un aula; sino algo que va más allá, que afecta a la estructura global del sistema educativo, que permite jóvenes cada vez más preparadas según dicen, pero peor formadas según parece. Un problema que, si bien no es fácil de resolver, es necesario, y pasa por una renovación absoluta y desde la base, del sistema educativo, social y legal.
Nuria E.