El 13 de julio de 1997 se confirmaba la anunciada muerte de Miguel Ángel Blanco. Este desconocido y joven concejal de una localidad vizcaína no mucho más conocida, Ermua (aproximadamente 16.000 habitantes), aparecía moribundo por dos disparos tras dos días de secuestro por parte de ETA, que había exigido el acercamiento de sus presos al País Vasco como condición para liberar a Blanco sano y salvo. Era la culminación de la campaña, empezada dos años antes, de atentados contra alcaldes y concejales del PSOE y, sobre todo, del PP. Decimos que era su culminación no porque la campaña terminara ahí, sino porque este asesinato fue percibido como el más gratuito y cruel y suscitó, por todas sus características, la mayor indignación. El público había seguido sus dos días de desaparición sabiendo que su superviviencia estaba prácticamente descartada y, en cuestión de horas, conocía su hallazgo –herido de muerte– y seguía, con el dramatismo de la información en tiempo real, su traslado al hospital y su muerte, horas después.
Las movilizaciones siguientes fueron de las mayores que se habían visto en la historia del estado español y se habló de un cambio de ciclo con respecto a la normalidad de la presencia de ETA en la vida política vasca. Se habló de un «espíritu de Ermua» basado, por un lado, en una idea de superioridad moral –de ahí el símbolo de las manos blancas frente a las manos «manchadas de sangre»– de las «demócratas» (categoría laxísima que aglutinaba de hecho a todas las personas que se opusieran a ETA) y, por otro, en la lógica del cordón sanitario: el rechazo de la actividad y existencia de ETA exigía su condena, la falta de condena por parte de algunas organizaciones (todas las del bloque KAS, empezando por la coalición Herri Batasuna) exigía el aislamiento institucional y social de estas por parte de las demás, el incumplimiento de esta exigencia de aislamiento implicaba el rechazo de otras (EA, EB, EAJ-PNV) y la aparición, fuera de ellas, de voces partidarias del diálogo (como la organización Elkarri o algunos miembros del PSE-PSOE como Gemma Zabaleta) llevaba hasta estas el escarnio público.
Esta nueva vuelta de tuerca en el antiterrorismo omnipresente tendría episodios menos trágicos, como el esperpento del concejal jiennense Bartolín, que fingió haber sido secuestrado por ETA diez meses después de que lo fuera M. A. Blanco y se convirtió sucesivamente en mártir, héroe y vergüenza de ilustres peperos como Carlos Iturgaiz, o la cruzada judicial de la «doctrina Garzón» que, a lo largo de los últimos diecinueve años, ha acrecentado la inseguridad jurídica en el estado español al ampliar los delitos de terrorismo (ya antes laxos) a cualquier cosa que un tribunal considere inserta en el plan de una organización previamente considerada terrorista, lo que ha llevado a la clausura de dos periódicos, una revista, una emisora de radio, tres páginas web, once partidos y candidaturas políticas y seis organizaciones de otros tipos (juveniles, antirrepresivas, etc.), además de una serie de operaciones policiales contra otras.
Un antiterrorismo omnipresente sobre el que volveremos más adelante y que, pese a tener parte de especificidad española, se integraría sin muchos problemas en el ámbito internacional y más con la elección de Ariel Sharon como jefe de gobierno israelí (febrero de 2001) y la cruzada antiterrorista global lanzada por EEUU tras el 11-IX-01.
No obstante, volviendo al ámbito estatal, algo poco recordado de aquellos días de espíritu de Ermua es la violencia que surgió inmediatamente al margen de lo institucional, si bien jaleada desde PP, PSOE y medios de comunicación afines («¡A por ellos!», jaleó la periodista Victoria Prego en el masivo acto de homenaje a Blanco). El año pasado, un medio reaccionario recordaba con cierto orgullo cómo el 13 y el 14 de julio del 97 se asaltaron herriko tabernas y locales de HB (en algunos casos, para incendiarlos a continuación) y cómo las manifestantes imbuidas de ese espíritu enviaron al hospital a no pocas independentistas.
El ambiente de todo-vale-contra-el-terrorismo dio cierta cobertura moral y política a todo lo que se percibiera como contrario a ETA y, hubiera mayor dosis de casualidad o de causalidad, el reguero de sangre siguió en el otro lado. Si el 12 de julio hallaban a Miguel Ángel Blanco tiroteado por un comando Vizcaya y el 13 moría, el día 20, Juan Carlos Hernando, Peli, colaborador de otro comando Vizcaya anterior de ETA, aparecía ahorcado en las duchas de la prisión de Albacete a unos meses de obtener la libertad condicional; el 4 de agosto desaparecía en su exilio mexicano de Irapuato (Guanajuato) el ex-miembro de los Comandos Autónomos Anticapitalistas José Luis Salegi, Txipi, señalado durante años en los medios como líder de un sector de autónomas que se acercaba a ETA, para ser hallado muerto dos días después (de un infarto de miocardio, determinaron las cuatro autopsias realizadas) y con un grupo de desconocidas con acento español interesándose por sus restos, y el 24 de septiembre, dos supuestos miembros de otro comando Vizcaya de ETA, José Miguel Bustinza y Gaizka Gaztelumendi, morían por disparos de la Guardia Civil en pleno centro de Bilbao, sin que se llegara a aclarar nunca si aquellos habían hecho o no uso de sus armas.
Puede sorprender que en esa lista no se encuentre ninguna de las miembros del comando acusado de matar a Blanco, pero aún falta por recordar el epílogo. El 20 de marzo de 1999 aparecía muerto en Orereta José Luis Geresta, considerado el segundo responsable directo del asesinato de M. A. Blanco, en circunstancias muy extrañas (como había ocurrido con otro miembro de un comando Vizcaya, Josu Zabala, en marzo del 97). Once días antes, precisamente en una operación garzoniana, Nekane Txapartegi, concejal de HB y pareja o amiga de Geresta, según la fuente, había sido detenida acusada de ser parte del supuesto «aparato internacional» de ETA. No estamos en condiciones de acusar a nadie de las muertes de J. C. Hernando ni de J. L. Salegi, por lo que no lo haremos. No obstante, no pueden dejar de resultarnos sospechosas, por quiénes eran y por el momento en que ocurrieron, así como por las circunstancias que las rodearon. Los casos de Bustinza, Gaztelumendi y Geresta nos parecen claramente más sospechosos y, si bien no podemos achacar responsabilidades personales ni institucionales concretas, nos parecen claras las responsabilidades sociales y políticas por las que estas muertes fueron generalmente acogidas entre el silencio, la indiferencia y el placer.
Ese espíritu, sin el empuje inicial pero con la inercia de tiempos previos fortalecida, es el que permanece hoy día. Sin tiroteos –sospechosos o no–, sin más desaparecidos que los pendientes desde la etapa 1973-1980, el furor antiterrorista resulta ser mucho más persistente que el propio terrorismo. Permite que aumente la lucha contra supuestos enaltecimientos del terrorismo cuando no existe terrorismo, busca comandos anarquistas donde hay anarquistas sin comandos y busca gravísimos linchamientos terroristas donde sólo hay una pelea de bar. Una diferencia semántica que puede costar a ocho jóvenes entre 12 y 62 años de cárcel.